Prólogo original del Informe "Nunca Más" de la CONADEP, escrito por el genial Ernest Sábato y que sólo al Kirchnerismo se le ocurriría modificar (* - al final del post).
Gracias Maestro. Gracias por su inmensa labor. Descanse en paz.
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Durante la década del '70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países. Así aconteció en Italia, que durante largos años debió sufrir la despiadada acción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos similares.
Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios del derecho para combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías de la defensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al General Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le respondió con palabras memorables: «Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura».
No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos.
Nuestra Comisión no fue instituída para juzgar, pues para eso estan los jueces constitucionales, sino para indagar la suerte de los desaparecidos en el curso de estos años aciagos de la vida nacional. Pero, después de haber recibido varios miles de declaraciones y testimonios, de haber verificado o determinado la existencia de cientos de lugares clandestinos de detención y de acumular más de cincuenta mil páginas documentales, tenemos la certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje. Y, si bien debemos esperar de la justicia la palabra definitiva, no podemos callar ante lo que hemos oído, leído y registrado; todo lo cual va mucho más allá de lo que pueda considerarse como delictivo para alcanzar la tenebrosa categoría de los crímenes de lesa humanidad. Con la técnica de la desaparición y sus consecuencias, todos los principios éticos que las grandes religiones y las más elevadas filosofías erigieron a lo largo de milenios de sufrimientos y calamidades fueron pisoteados y bárbaramente desconocidos.
Son muchísimos los pronunciamientos sobre los sagrados derechos de la persona a través de la historia y, en nuestro tiempo, desde los que consagró la Revolución Francesa hasta los estipulados en las Cartas Universales de Derechos Humanos y en las grandes encíclicas de este siglo. Todas las naciones civilizadas, incluyendo la nuestra propia, estatuyeron en sus constituciones garantías que jamás pueden suspenderse, ni aun en los más catastróficos estados de emergencia: el derecho a la vida, el derecho a la integridad personal, el derecho a proceso; el derecho a no sufrir condiciones inhumanas de detención, negación de la justicia o ejecución sumaria.
De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados de manera esporádica sino sistemática, de manera siempre la misma, con similares secuestros e idénticos tormentos en toda la extensión del territorio. ¿Cómo no atribuirlo a una metodología del terror planificada por los altos mandos? ¿Cómo podrían haber sido cometidos por perversos que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen rigurosamente militar, con todos los poderes y medios de información que esto supone? ¿Cómo puede hablarse de «excesos individuales»? De nuestra información surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores. Si nuestras inferencias no bastaran, ahí están las palabras de despedida pronunciadas en la Junta Interamericana de Defensa por el jefe de la delegación argentina, General Santiago Omar Riveros, el 24 de enero de 1980: «Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los Comandos Superiores» . Así, cuando ante el clamor universal por los horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban los «excesos de la represión, inevitables en una guerra sucia» , revelaban una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos independientes los espantos planificados.
Los operativos de secuestro manifestaban la precisa organización, a veces en los lugares de trabajo de los señalados, otras en plena calle y a la luz del día, mediante procedimientos ostensibles de las fuerzas de seguridad que ordenaban «zona libre» a las comisarías correspondientes. Cuando la víctima era buscada de noche en su propia casa, comandos armados rodeaban la manzanas y entraban por la fuerza, aterrorizaban a padres y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos, se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban y finalmente la arrastraban a los autos o camiones, mientras el resto de comando casi siempre destruía o robaba lo que era transportable. De ahí se partía hacia el antro en cuya puerta podía haber inscriptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales del infierno: «Abandonad toda esperanza, los que entrais».
De este modo, en nombre de la seguridad nacional, miles y miles de seres humanos, generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica y fantasmal: la de los Desaparecidos. Palabra - ¡triste privilegio argentino! - que hoy se escribe en castellano en toda la prensa del mundo.
Arrebatados por la fuerza, dejaron de tener presencia civil. ¿Quiénes exactamente los habían secuestrado? ¿Por qué? ¿Dónde estaban? No se tenía respuesta precisa a estos interrogantes: las autoridades no habían oído hablar de ellos, las cárceles no los tenían en sus ¦ldas, la justicia los desconocía y los habeas corpus sólo tenían por contestación el silencio. En torno de ellos crecía un ominoso silencio. Nunca un secuestrador arrestado, jamás un lugar de detención clandestino individualizado, nunca la noticia de una sanción a los culpables de los delitos. Así transcurrían días, semanas, meses, años de incertidumbres y dolor de padres, madres e hijos, todos pendientes de rumores, debatiéndose entre desesperadas expectativas, de gestiones innumerables e inutiles, de ruegos a influyentes, a oficiales de alguna fuerza armada que alguien les recomendaba, a obispos y capellanes, a comisarios. La respuesta era siempre negativa.
En cuanto a la sociedad, iba arraigándose la idea de la desprotección, el oscuro temor de que cualquiera, por inocente que fuese, pudiese caer en aquella infinita caza de brujas, apoderándose de unos el miedo sobrecogedor y de otros una tendencia consciente o inconsciente a justificar el horror: «Por algo será», se murmuraba en voz baja, como queriendo así propiciar a los terribles e inescrutables dioses, mirando como apestados a los hijos o padres del desaparecido. Sentimientos sin embargo vacilantes, porque se sabía de tantos que habían sido tragados por aquel abismo sin fondo sin ser culpable de nada; porque la lucha contra los «subversivos», con la tendencia que tiene toda caza de brujas o de endemoniados, se había convertido en una represión demencialmente generalizada, porque el epiteto de subversivo tenía un alcance tan vasto como imprevisible. En el delirio semántico, encabezado por calificaciones como «marxismo-leninismo», «apátridas» , «materialistas y ateos» , «enemigos de los valores occidentales y cristianos» , todo era posible: desde gente que propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que iban a villas-miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esosamigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque éstos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores.
Desde el momento del secuestro, la víctima perdía todos los derechos; privada de toda comunicación con el mundo exterior, confinada en lugares desconocidos, sometida a suplicios infernales, ignorante de su destino mediato o inmediato, susceptible de ser arrojada al río o al mar, con bloques de cemento en sus pies, o reducida a cenizas; seres que sin embargo no eran cosas, sino que conservaban atributos de la criatura humana: la sensibilidad para el tormento, la memoria de su madre o de su hijo o de su mujer, la infinita verguenza por la violación en público; seres no sólo poseídos por esa infinita angustia y ese supremo pavor, sino, y quizás por eso mismo, guardando en algún rincón de su alma alguna descabellada esperanza.
De estos desamparados, muchos de ellos apenas adolescentes, de estos abandonados por el mundo hemos podido constatar cerca de nueve mil. Pero tenemos todas las razones para suponer una cifra más alta, porque muchas familias vacilaron en denunciar los secuestros por temor a represalias. Y aun vacilan, por temor a un resurgimiento de estas fuerzas del mal.
Con tristeza, con dolor hemos cumplido la misión que nos encomendó en su momento el Presidente Constitucional de la República. Esa labor fue muy ardua, porque debimos recomponer un tenebrosos rompecabezas, después de muchos años de producidos los hechos, cuando se han borrado liberadamente todos los rastros, se ha quemado toda documentación y hasta se han demolido edificios. Hemos tenido que basarnos, pues, en las denuncias de los familiares, en las declaraciones de aquellos que pudieron salir del infierno y aun en los testimonios de represores que por oscuras motivaciones se acercaron a nosotros para decir lo que sabían.
En el curso de nuestras indagaciones fuimos insultados y amenazados por los que cometieron los crímenes, quienes lejos de arrepentirse, vuelven a repetir las consabidas razones de «la guerra sucia» , de la salvación de la patria y de sus valores occidentales y cristianos, valores que precisamente fueron arrastrados por ellos entre los muros sangrientos de los antros de represión. Y nos acusan de no propiciar la reconciliación nacional, de activar los odios y resentimientos, de impedir el olvido. Pero no es así: no estamos movidos por el resentimiento ni por el espíritu de venganza; sólo pedimos la verdad y la justicia, tal como por otra parte las han pedido las iglesias de distintas confesiones, entendiendo que no podrá haber reconciliación sino después del arrepentimiento de los culpables y de una justicia que se fundamente en la verdad. Porque, si no, debería echarse por tierra la trascendente misión que el poder judicial tiene en toda comunidad civilizada. Verdad y justicia, por otra parte, que permitirán vivir con honor a los hombres de las fuerzas armadas que son inocentes y que, de no procederse así, correrían el riesgo de ser ensuciados por una incriminación global e injusta. Verdad y justicia que permitirán a esas fuerzas considerarse como auténticas herederas de aquellos ejércitos que, con tanta heroicidad como pobreza, llevaron la libertad a medio continente.
Se nos ha acusado, en fin, de denunciar sólo una parte de los hechos sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos, silenciando los que cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976, y hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa exaltación. Por el contrario, nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo repetimos una vez más en estas mismas páginas. Nuestra misión no era la de investigar sus crimenes sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos, cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la violencia. Los familiares de las víctimas del terrorismo anterior no lo hicieron, seguramente, porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos. Por lo demás el pueblo argentino ha podido escuchar y ver cantidad de programas televisivos, y leer infinidad de artículos en diarios y revistas, además de un libro entero publicado por el gobierno militar, que enumeraron, describieron y condenaron minuciosamente los hechos de aquel terrorismo.
Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el periodo que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Unicamente así podremos estar seguros de que NUNCA MÁS en nuestra patria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado.
Fuente, acá.
(*) El cambio del Prólogo por parte del Kirchnerismo me genera un inevitable el recuerdo de este post. No hay caso: el Kirchnerismo está enamorado de esos actos que son para la tribuna... o la gilada.
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Qué claridad mental tenía Sábato -y los que lo acompañaban- allá por 1984/5!!
ResponderEliminarLeí el post que enlazó, aquel del año pasado donde también metí la cucharita.
Después de leer el procesamiento de Pedraza por la muerte de Mariano Ferreyra y de ver la columna de la Unión Ferroviaria en el acto de Moyano del 1º de Mayo, pero que se hizo el 29 de abril (imperdible la nota de Susana Viau en Clarín del sábado al respecto) nuestro amigo "vertienteperonista" seguirá pensando lo mismo?
No importa.
Lo cierto es que los hombres de la CONADEP, con la pluma de Sábato, sintieron jugarse la vida en aquellos años, donde las bestias conservaban TODO el poder.
Salutti!
Exacto, Agustin: se jugaron la vida en un momento en que hab{ia que tener muchos cojones para hacerlo.
ResponderEliminarUn abrazo para Ud.!
Estimado:
ResponderEliminarDon Ernesto fue un hombre que se dio cuenta de sus errores y los corrigió, de la famosa entrevista con Videla (estaban Borges y Castellani) al Nunca Más hay un enorme arrepentimiento y una autocrítica de la más alta calidad...
Atte/
http://javierromeroblog.blogspot.com/
ResponderEliminarTe recomiendo leer la entrada del sábado 30 de abril. No podemos hacernos los sotas y olvidarnos de lo que Sábato hizo o dejó de hacer. El prólogo del Nunca Más abonaba fuertemente la Teoría de los Dos Demonios, Disi.
Seamos buenos entre nosotros, como diría Horacio Pagani.
Para mí, Sábato es un grande, de todas maneras. Puedo distinguir y hacer diferencias dentro de todas sus contradicciones. Creo que es algo común en el hombre. Jamás me voy a olvidar que "El túnel" fue de mis primeras lecturas. Excelente.
Saludos.
Sebastián,
ResponderEliminarEl prólogo describe un hecho fáctico: la década del 70 fue una década violenta en nuestro país. Y esa violencia provino tanto de los delitos cometidos por el terrorismo como del poder del Estado.
¿No es posible sostener o reconocer que hubo violencia y terrorismo de izquierda, sin que eso implique que se nos acuse de intentar justificar el terrorismo de Estado?
Yo reniego de toda violencia, Sebastián. Unos y otros enlutaron un país. Lo dije antes, y lo diré todas las veces que sea necesario.
Además, fijate que el prólogo jamas, en ningún momento, intenta justificar el terrorismo de Estado. Por el contrario:
" (..) a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos".
¿De qué 2 demonios me hablás?
No descalifiquen ideológicamente a Sabato, que hizo mucho más que muchísimos argentinos en la lucha por la verdad y la justicia.
Abrazo
Y para seguir con las chicanas... el gran Jorge Luis Borges, no estuvo en la CONADEP, y no por eso deja de ser el más grande escritor argentino. Tampoco estuvo el bueno de Néstor que estaba... bueno, historia conocida.
ResponderEliminarSólo digo que no podemos olvidarnos de los detalles. ¿Por qué se atacan tanto?
ResponderEliminar¿Sabés por qué Adolfo Pérez Esquivel renunció a la presidencia de CONADEP? Porque no encontraba las garantías necesarias para hacer juzgar a los acusados en tribunales conformados por civiles y no militares. Ahí agarró Sábato, que hizo una tarea FORMIDABLE. Pero que en aquel entonces, no pudo, bien porque no quiso, o bien porque eran tiempos muy difíciles, aclarar que no hubo en aquellos años una guerra, sino un plan sistemático de desaparición de personas. ¡No se pueden comparar las acciones de unos y otros y menos poner a la misma altura!
Saludos.
El prólogo no compara las acciones de unos y otros, Sebastián. Tan sólo reconoce que la violencia de los 70s obedeció tanto a unos como a otros.
ResponderEliminarDe hecho, el objetado prólogo sostiene que "las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido".
Sinceramente, sigo sin entender...
Abrazo.
CONADEP - Comisión Nacional sobre la Desaparición de las Personas. Su propio nombre lo indica, refiere a personas desaparecidas, no importa su accionar en aquellos años para lo que ellos investigaban. Investiga el Plan Sistemático del Gobierno de aquel entonces para hacer desaparecer personas.
ResponderEliminarPor desconfianza al contenido del texto ni las Madres de Plaza de Mayo se presentaron cuando Sábato se reunió con Alfonsín.
¿Sigo sin explicarme? ¿O no nos queremos entender?
Sebastián, no nos ponemos de acuerdo.
ResponderEliminarSi al menos coincidomos en que el prólogo original condena absoluta y claramente el terrorismo de Estado (en las citas empleadas arriba, queda claro que no intenta ni comparar ni justificar una violencia de la otra), sería un avance.
Por mi lado, la mera mención del hecho fáctico de la existencia del terrorismo de izquierda no me genera ningún tipo de conflicto.
Y no creo que sea esa mera mención la que te moleste, ¿o sí?
Abrazo.
Es claro el prólogo de Sabato. A los argentinos no hay pedazo que nos venga bien. Parece que algunos tienen derecho de matar en nombre de ciertas banderas y otros no, eso es absurdo.
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