Vivimos como adolescentes: los argentinos somos púberes tiempo completo; nos comportamos como tales, y somos tratados como tales.
El paternalismo ejerce aquí fuerza abrumadora, dictando qué debemos hacer, cómo y cuándo. Si hasta pareciera que nuestros legisladores nos tomaran del hombro, para susurrarnos al oído: "Cuando seas grande, vas a comprender. Por ahora, yo sé lo que es mejor para vos". Y nosotros obedecemos. Somos rebeldes de poca monta, sin la valentía necesaria como para cortar el cordón umbilical. Somos como un adolescente cuyo máximo exponente de rebeldía consiste en dejarse el pelo largo...
Vivimos físicamente como jóvenes en plena transformación, pero tratados mentalmente como meros niños que no comprenden lo que realmente pasa a su alrededor. Vivimos como en una eterna transición entre niños ciudadanos, y adultos cívicos. Y lo que es más grave, permitimos que se nos trate de esa manera.
La reforma política impulsada por el Kirchnerismo nos enfrentó, como país, a la posibilidad de comenzar a dejar atrás la adolescencia, y empezar a erguirnos como adultos. Pero, nuevamente, hemos optado por continuar siendo eternos imberbes.
En lugar de aprovechar el momentum de la reforma política parcial (que ignora por completo la introducción de reformas urgentes y necesitadas - lista sábana, boleta única, voto electrónico, etc.), asistimos callados y obedientes a los nuevos mandamientos de nuestros mayores. La mentada reforma no reforma; profundiza. Nos condena a seguir adolesciendo.
¿Existe mejor símbolo de madurez que la no-obligatoriedad del voto? Una ciudadanía madura es la que opta libremente por concurrir al acto electoral. Una ciudadanía de pantaloncitos cortos, en cambio, es obligada a votar, porque "es lo mejor para vos".
La reforma política no sólo no barre con la sobreprotectora obligatoriedad de votar, sino que profundiza el vínculo padre-adolescente. Ahora será también obligatorio votar en las internas de los partidos...
¿Alguien me alcanza el pomo de Barrocutina, por favor?
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